La amabilidad es un privilegio.
Hace unos años en una formación sobre facilitación de grupos, la formadora dijo esta frase. Cuando la escuché, la niña a la que educaron para ser todo lo amable y buena con los demás, que pudiera, y que aún vive dentro de mí, sufrió un tremendo shock. No lo entendía.
En otro momento y en México las feministas organizadas aplican acción directa a los monumentos históricos de DF. Intervienen los símbolos de poder, de la civilización, de la blanquitud, de la masculinidad para gritar: nos están matando. El reportero entrevista a un viandante: “los monumentos no tienen la culpa”. Otra viandante: “esto no nos devuelve a las muertas”. Un experto con corbata: “son delincuentes, no verdaderas activistas por la libertad de las mujeres”. Y así. Decenas de voces que se llevan las manos a la cabeza por la piedra pintada, no por las asesinadas y las desaparecidas.
Salvando las distancias espaciales, temporales y de contexto, hoy oigo a mis compañeros leídos como hombres del sindicato decir cosas como “es que las formas de la compañera generan mal clima”, “esos comentarios crispan el ambiente” o señalamientos aún más vagos para hacer notar que les preocupa mucho el buen trato en el sindicato. Me dicen estas cosas para referirse a intervenciones de mis compañeras. Las formas que estamos usando para poner límites a la invisibilización de nuestras preocupaciones, el ninguneo de nuestras propuestas o necesidades (para conciliar, para participar) no son las correctas. Incomodan. Crispan el ambiente.
Y de repente lo entiendo. La calma de mis compañeros, su parsimonia y su no alzar la voz para defender un punto, su absoluta falta de miedo a ser interrumpido o tomado por idiota… Ese es un privilegio que yo no tengo.
Pero hay otro que sí tengo: mis formas han sido pasadas por el rodillo de la universidad y de un estilo de respuesta ante el peligro basado, principalmente en el apaciguamiento. Esas les incomodan menos. Yo rara vez grito. Tengo paciencia. Hago pedagogía todo el rato. Eso les gusta porque responde a su sistema de configuración del mundo: “yo merezco respeto, tiempo, atención, amabilidad de esta subalterna”. Lo que les rompe las pelotas es un límite feroz a su impunidad de las mismas subalternas.
Mis compañeros se llevan las manos a la cabeza porque gritamos. No porque su parsimonia para entender cómo les atraviesa el cisheteropatriarcado (tan listos pa unas cosas…) nos joda (también) la militancia. Se niegan a interpretarse a sí mismos como un colectivo fallido porque ellos son, ante todo, individuos. Lo de los colectivos es para pobres con el yo anulado.
Ellos quieren calma y a nosotras no nos queda.
Por eso, compañeras y compañeres, os invito a aplicar la técnica conocida como “Caso No 5”. Si no entiendes esta referencia, deberías haber venido a la formación sobre Violencias Machistas del 16 de noviembre. Señalemos. Como podamos y sepamos en cada momento: a gritos, con humor, solas, con amigas, en el momento, pasados 4 meses… como podamos, señalemos que nos interrumpen, nos ningunean, nos menosprecian. Es difícil y estamos hartas. Devolvamos la tensión. Crispemos las reuniones que hagan falta, detengamos los trabajos y que se aborden todos los “Caso No 5”.
Hagámoslo para reconocernos entre nosotras dar fe de que su misoginia y lgtbfobia es muy amable pero sigue siendo odio y deseo de dominación.
Compañeros: no nos vamos a ningún lado. Y cada día somos más. Corred.
GT Feminismos